Escribí dos finales para “El día de la iluminación”, no sé bien por qué.
No acertaba a darme cuenta cuál era el que correspondía más adecuadamente a mi cuento, aunque tenía mi preferencia.
El momento de la iluminación parecía estar en ambos, de modos diferentes.
Y tuve que elegir.
Ahora, por supuesto, dudo de mi elección.
Tal vez falten palabras en la descripción de ese momento y sobren en otras descripciones.
O tal vez eso esté correcto: a la vida común le sobran siempre, a la “iluminación” no es que le falten, no las precisa.
Insisto en que el personaje no soy yo excepto en aspectos muy externos.
Es más, terminé en cierto modo enamorándome del personaje.
Si fuera yo se trataría de un narcisismo mucho más peligroso del que me suelen atribuir en este espacio –ver, por ejemplo, Joise, para hablar de gente a quien amo mucho y a quien le acepto esas reflexiones sobre mi persona, que sí ayudan-; de una enfermedad gravísima, de autismo mortal.
Y tampoco es que ame al personaje que creé porque considere que el cuento está muy bien –no creo ni siquiera que esté medianamente bien este cuento.
Lo amo, amo a esa mujer, porque logró zafar de mí, escapárseme de las manos.
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