Di pasos más seguros todavía, y me acerqué a los que estaban jugando.
Temía a los moralistas, los ejemplares que más abundan en lugares como ésos.
He oído a algunos que responden: “Yo sé medirme. ¿Cómo no guardó para el pasaje?”, y dan vuelta la cara y se encaminan apresurados a donde los lleve el diablo. Pero un diablo que nunca soy yo.
Siempre reflexiono al escucharlos que, si se supieran medir, no se encontrarían allí en ese momento.
Pero en este caso era yo la que estaba a punto de pedir, y la turbación me impedía hacer consideraciones sobre mis compañeros de adicción. Rogaba que nadie me respondiera una cosa semejante; que no me sermonearan al menos, que en última instancia presentaran excusas no creíbles pero amables. Tengo mala suerte.
La primera persona con quien hice mi bautismo de fuego era una señora que se estacionó, de pie, junto a mí: “Las máquinas están arregladas para que no den, hoy más que nunca”, protestó. “Me mudo a otra, pero seguro que es lo mismo. ¿Quiere acompañarme?”, me arrió de alguna parte de mi brazo. “Vamos a las de un centavo.
En poco tiempo le tragan cien pesos, ¡pero en más tiempo que las de cinco centavos!”, exclamó. La acompañé con resignación, o bien mi brazo tenía dificultades para soltarse. No la veía como una buena candidata: se quejaba demasiado. Con generosidad me indicó la máquina que había dado “millones” hacía algunos días, me obligo a sentarme allí, ella ocupó la que estaba al lado.
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