Creo que nadie se dio cuenta antes que yo, ahora, y me siento orgullosa esta noche, aunque pensándolo mejor, me da un poco de miedo.
Antes que nada, iba a escribir:
que tu mano no se vea interrumpida por la idea, que la idea no se vea interrumpida por la grieta del corazón, que tu corazón se calle que no tiene ninguna palabra que decir.
Estos son los consejos que me daba hace tiempo. Ahora mi mano se interrumpe menos todavía, pero cargada de una electricidad, de una fiebre, de tantas grietas del corazón y de tantas palabras que él guarda, que no me escucho en mis consejos.
Por eso puedo escribir sin censuras ni autocensuras de la inteligencia lo que acabo de descubrir, que parece mejor dicho de golpe: los libros cambian en la biblioteca, se visten de otra manera, se achican o se agrandan.
Sí, busqué durante horas un volumen de Valéry en un espacio de una sola tabla. Busqué Política del espíritu, y no lo reconocí.
Tomé con curiosidad un libro pequeño, encanecido, pálido, y ¡era él!
Salimos tanto juntos, participamos de tantas fiestas de poesía y de arte y hasta de política, cuando éramos jóvenes.
Y ahora no lo reconocí porque, seguro, él tampoco me reconocía a mí.
¡Qué triste tango fue este reencuentro! -no creo que Valéry bailara tangos con Victoria Ocampo ni con nadie, pero el reencuentro fue una letra de aquellos tangos melancólicos y lluviosos que tanto detestaba. Parecidos a mí, esos tangos.
En el libro de Valéry buscaba uno de sus ensayos, y aunque no voy a revelarles que no lo encontré, sí debo decir que ya no me dieron ganas de leerlo.
El ensayo era más que un ensayo, era un homenaje. Y como era un homenaje a Stephane Mallarmé, pretendía, tal vez, robarle citas al inolvidable “Yo le decía a veces a Stephane Mallarmé”, ensayo que a Paul Valéry no le costó nada escribir, casi seguro, y a mí me llevó muchos días de llanto emocionado. Por la belleza, digo, no por los sentimientos.
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