No es que sea blanco y negro absolutamente, es la belleza de lo penumbroso lo que me lleva a caer en el crepúsculo, el del día o el de la noche, como le gustaba decir a Borges por el alba y por el atardecer, pero ya antes le había gustado decirlo de ese modo a Chesterton, en inglés.
Me gustan más bien las penumbras con rebordes de luz, cuando la hierba hace caer ese silencio que es el día blanco, cuando la noche tiene su parto de madre primeriza, cuando aún no se sabe si de lo gris lo que se quiere ver es negro, si de lo gris lo que se quiere ver es la blancura.
Por eso, sobre todos los pintores del mundo amo a Rembrandt.
Pero hay algo además que no me explico que no tiene que ver con la luz. Me perdería entre su gente de la Ronda Nocturna y tal vez no aparecería más en este siglo, vestida de la hija de Rembrandt, la pequeña.
Diría que me llamo Sombra, que para verme prendan un fósforo, enciendan la linterna, hagan un fuego pequeñito.
Rembrandt rompió su espejo en mil cuadrados de luz y sombra, de alegría y tragedia.
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