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Los hombres engañan más que las mujeres; las mujeres, mejor.
Recuerdo a mi abuela contándome otra vez.
Se sentaba en un sillón de hamaca. Había una lamparita encendida.
La delicia era que yo escuchaba aquellos cuentos mientras comprendía que el lugar, la hora, la voz de la abuela, la lamparita y los pájaros de cerámica colgados como si volaran por la pared era lo que hacía más precioso el relato.
Todo lo que me rodeaba tenía por dentro malabaristas que cambiaban por una luz o una sombra, por apagar la lámpara o prender otra luz.
Y las sombras eran tan buenas para mí en esos días, arrancadas casi literalmente de los libros de cuentos ilustrados, y de la blusa de la que estaba en el sillón, los puños de la manga con encaje de la abuela sobre los brazos de madera.
Y cuando se hamacaba el sillón venía hacia mí y traía más cerca su cara que me sonreía con esa sonrisa.A veces me contaba cosas espantosas, pero con oro filtrado en esas cosas, residuos de fiestas que a mí me parecían macabras. Y lujosas.
Eran cuentos de hadas también, y lo que yo más quería era que ella continuara.
De pronto me decía que un rey había ido al entierro de Andersen (La figura del héroe en dos cuentos de Andersen).
Pero no estábamos hablando de nadie que se llamara así, sino de un cuento que se llamaba La Sirenita, y era uno de los que más me gustaban.
Todavía no había aprendido a leer, pero la abuela me lo había contado, y además estaba en el libro de cuentos que me había regalado, lo sabía por los dibujos.
¡Ese libro de cuentos! Me gustaría tener ahora ese libro de cuentos más que ningún otro objeto en el mundo.
Lo abrías y se abrían palacios de paredes de papel más bellas que cualquier sueño, lo abrías y el mar aparecía con sus olas de tiza azul.
Aparecía la sufrida Sirenita.
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