Estaba buscando material que me hiciera posible hablar con ustedes de la muerte, no sólo como un poeta desesperado sino también como un hombre o mujer de ciencia, digamos.
Antes que nada quiero decir, sin embargo, que los “poetas desesperados” frecuentan a la muerte no por ninguna metafísica sofisticación, sino porque a ellos los “desesperan” cuestiones tales como el amor y lo perecedero, lo que preocupa a todos -poetas y no poetas- desde el insondable principio de los tiempos.
Poetas, filósofos, pensadores, científicos, se han ocupado de gritar con voz fuerte, o de pronunciar con voz normal, o de susurrar apenas, el nombre de la muerte, desde que el mundo es mundo.
Sólo hoy se les pide callar. Mirar para otro lado. Cantar a la vida y fabricarla, o prefabricarla, en alegres y coloridos escritorios o en alegres y coloridas probetas que hacen nacer, permanecer e hivernar para la eternidad, aunque todo esto sea un sueño, o se haga casi en sueños.
Las religiones tratan de algo distinto a lo anterior, tienen que ver con otros lugares del alma de la gente; por más que hablen de la muerte pero la oculten con la eternidad, no puedo estar en contra de ellas porque de lo que trato aquí -o de lo que trato de tratar aquí- es de la negación lisa y llana de la muerte en la sociedad actual.
De la muerte física, de la muerte concreta.
Aunque las guerras y los desequilibrios sociales se lleven hoy a muchas más personas que en la época antigua, cuando la guerra, el hambre y la peste se inventaron, la gente le da vuelta la cara a su enemiga, no la mira a los huecos de los ojos, no ve su calavera en medio de la fiesta.
Y estaba en eso de “recoger material” preferentemente de científicos y poetas mientras cantaba en mí, horadándome, el verso de Darío: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura…”, cuando…
Cuando un pequeño libro de tapas azules apareció entre los míos, detrás de algunos de ellos, en la biblioteca.
Pertenecía a mi pareja anterior, tenía dedicatoria entrañable de un amigo, y no sé cómo se había deslizado hasta allí, hasta el detrás de mis libros propios que lo contenían en un cálido nido.
¿Es que él, ese librito, también negaba la muerte?.
Lo tomé entre mis manos y lo arrullé al comprobar su autor, pero yo no lo había leído -y ya expliqué que no leo mucho sino que salpico, ¡oh deshonor!
Pero antes de hablar de este descubrimiento mencionaré, por ejemplo, lo que Freud pensaba de nuestra actitud ante la muerte.
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