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La Depresión
Uno cree que ése es el nombre justo del amor, del amor de su amante, y es el nombre de nadie.
En la poesía, para dar un ejemplo, cuando la mística va desapareciendose deja entrever oscuramente el nacimiento de lo erótico.
Y hay una mezcla extraña de amor a Dios y de amor de pasiones en esos siglos crepusculares de la Edad Media y del Renacimiento.
Del cuerpo de Dios se desprende el cuerpo del amado que se amará sin ninguna tintura espiritual.
Y hasta el mismo Jung asegura, con toda la gravedad de su ciencia, que los intensos amores carnales son puro amor a Dios, o a la divinidad desconocida, o a eso otro que no encontramos y que también podría llamarse con el nombre de uno de los dioses, aunque la o el elegid/a/o se llame Clara o se llame Jacinto.
Amamos al fantasma de Dios cuando desesperadamente nos refugiamos en los brazos de uno de carne y hueso; amamos el fantasma del ser humano cuando lo buscamos en la iglesia, la sinagoga o los templos hindúes, budistas o musulmanes.
Nada explica sin embargo el misterio de buscar sin saber, sin querer encontrar, o de encontrar sin querer, de desear que ese fuego no se apague jamás, es decir, de no quererlo del todo, de ir descubriéndolo a tientas, al amor, digo.
¿Qué es este vacío con el que nacemos, agregado a nosotros?
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