La señora que vivía anteriormente en la que ahora es “mi casa de las sierras” me dejó un regalo singular.
Yo había previsto criar un cachorro de fox terrier, que conseguiría en la ciudad de Córdoba.
Pero los dioses entrelazaron para mí negritud y brillantez con dos diamantes oscuros y cabellos largos.
Era Polka, una perra de seis años.
Entrelazaron además -los dioses, digo- alegría, bondad y fidelidad con un poco de independencia felina, movimientos felinos y la sonrisa del Gato de Alicia en su país… Y para los desconocidos sospechosos, dientes de Cancerbero.
Nos comunicamos por señas, ella y yo, que estamos enamoradas desde que nos vimos. No sé qué habrá visto Polka en mí, pero me ama; yo lo que vi en ella fue el esplendor mismo y victorioso y voluptuoso de la vida, algo así como el revés de El corazón de las tinieblas, algo como mirar hacia la luz y encontrar el centro mismo de la luz de todo el género animal y empezar a comprenderlo.
Topita
Cuando cumplí siete años mis padres me dieron a elegir como regalo una bicicleta, o bien un perrito recién nacido.
Fui al lugar de ese parto perruno y varios cachorrillos casi ciegos se trepaban torpemente a la madre en busca de su leche.
Pero había uno -después supe que era dama- completamente negro y de ojos muy abiertos, muy vivos, que miraba con algún asombro a esa niñita que era yo: me la llevé inmediatamente, y le puse de nombre “Topita” -acabo de observar el increíble cambio de género dentro de una misma frase, pero no lo corrijo, porque me gusta así, casi no podría expresarlo bien…
Topita nos hice felices a mis hermanos y a mí y a todos los chicos del barrio. Hacía de toro en ciertas funciones del circo de la tarde en el patio de casa, y uno de mis hermanos, Pato, de torero, enarbolando un vestido rojo de Mamá.
No cobrábamos entrada para el circo, pero vendíamos una rica y módica limonada, dinero que los padres del barrio no dudaban en facilitar a sus hijos con sumo placer, a cambio de unas dos horas de paz en el hogar.
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