No es molestia ni crítica, pero los poemas actuales, y tal vez hasta honorablemente, se han convertido en partituras.
Una partitura es además de una música ímplicita, dormida pero a punto de despertar, una bella obra gráfica.
Tengo fotografías de antiguas partituras, porque hacen agradable el lugar. Como un Mondrian, por ejemplo, cuelgan de las paredes.
Pero las “partituras” de poesía no son aptas para ser leídas en voz alta entre amigos, derramando sobre el papel una gota de ron, como le gusta a Vancho; necesitan una lectura silenciosa y una mirada también silenciosa que capte el extramundo del poema, allí adonde se va hacia el otro lado y se sigue y se sigue con palabras casi inexistentes -y cuando digo casi recuerdo la definición de José Itriago-, con letras raras que no pueden sonar, como espacios en blanco, como ampliaciones y disminuciones de la tipografía, como el duende que está oculto dentro del papel pero que le habla a cada lector de manera distinta.
Noches de poesía
Nos reuníamos y el camino era ir quieto por donde brotaban las palabras en llamaradas que llegaban hasta el cielo negro; una voz le ponía su ropaje al poema, los ojos estaban brotados también de brasas inapagables.
Leyéramos lo que leyéramos -y todos nosotros, juntos, éramos “un poeta menor”- siempre en la pared se formaba un ala oscura que llegaba hasta el cielo y sus estrellas llevándoles el canto, y entre los ruidos de las copas y las risas se formaban los nombres de Rimbaud, de Leopardi, porque éramos menores con pretensiones de la gloria y de inmortalidad, ¡tan poco sabios pero tan hermosamente jóvenes fuimos!
Cuando a alguien no le tocaba leer sus poemas, desde la “platea” -sillas viejas maltrechas y prestadas- fumaba en penumbras, no era nadie más que la lucecita de su cigarrillo, de algo que miraba desde él con ojos de fuego y ausencia de cuerpo.
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