Maquiavelo viene volando con los vientos
Los días de este verano, en Argentina, fueron por lo menos curiosos. En diciembre y enero las temperaturas treparon hasta las aves que andaban alto por el cielo, y las derribaron, o, más sencillamente, como solían decir las dulces matronas de antes, “hizo un calor que hacía caer los pájaros”.
En febrero empezó a llover sin parar, aquí en las sierras, y también en casi todo el país. Pero desde mi cuarto aparecían las montañas veladas por las lluvias y la niebla, y lucecitas de los hogares de los montañeses debajo de esos velos; el mundo estaba hecho de harapos de tormentas.
Entonces sobrevenían los rayos y las veloces ráfagas, y me atacaban con recuerdos.
El mundo era un teatro listo para representar toda la historia de la tierra, siglo tras siglo.
Pero los recuerdos no estaban hilvanados como una línea recta. Aparecían personajes de mil años atrás y otros que habían muerto hacia diez, o que todavía vivían, y compartían entre sí una tertulia en mi imaginación.
Se me ocurrió cazar los personajes y objetos de mis recuerdos con una red que no discriminara por época, ni por importancia, sino sólo por esa pequeña cosa misteriosa con que toda persona –héroe, poeta, criminal, ama de casa- nace y sólo olvida al costado de la tumba, que le hará de novísima cuna para su muerte.
Por eso el orden de aparición de los extravagantes –considerar que aquí se busca el matiz excéntrico de hasta formales empleados de ministerios- no cuenta, es mi pluma la que decide según mi “inspiración”, o la que los elige por algo que trajo el día; por ejemplo, el perfume de una mandrágora.
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