El aire la vela, vela. El aire la está velando

El aire la vela, vela. El aire la está velando
Parecen dormidas en el pajonal... pero no lo están.

22 mar 2014

Momentos

Ya que estamos de recuerdos de lugares extraños, llenos de leyendas y quizá con algún fantasmita corriendo por sus galerías, se me ocurre uno, bien porteño.
Y cómo no iba ocurrírseme si yo viví veinte años enfrente de esa reliquia. El aspecto exterior es el de un gran palacio implantado en el centro –casi llegando al microcentro- de Buenos Aires.
Cuando mi hermana Antonia tenía cinco o seis años, salíamos al balcón, a verlo por la noche, bajo la luna. Allí vivía el novio secreto de Antonia, un príncipe que llegó cabalgando de los cuentos de hadas. Anto sabía señalarme exactamente la ventana del dormitorio del Imaginado; yo le creía. Y sacábamos fotos oscuras por la nocturnidad, dentro de las cuales cualquier sombra podía ser la del príncipe.
Cada persona que llegaba a mi casa era conducida primeramente al balcón, el Palacio era un ambiente más de mi departamento del tercer piso; como si dijéramos, los jardines colgantes de Babilonia.
Todo primero fue así, romántico pero nada tenebroso. Se llamaba, se llama, el Palacio de las Aguas Corrientes; al menos así lo nombraron cuando lo erigieron en 1882, y así lo mencionaba Borges en sus cuentos –ver, por ejemplo, “El Congreso”.
Pero después el romanticismo del edificio tomó un matiz sangriento.

Como yo ya lo tengo relatado hace mucho, en una especie de cuento o de novela que tal vez ya les comuniqué pero que vale para el caso, transcribo el inicio de esas calamidades… Creo que esa especie de novela empieza en el año 2001.

Momentos

Cada vez que algo incómodo se va de mí, siento felicidad. Una cosa que he aprendido debido a mi sufrimiento psíquico -que fue variado, y que se fue y reapareció y volvió a irse para reaparecer durante el transcurso de toda mi vida, por lo menos hasta ahora- es la felicidad que nos es dada a los sufrientes, quizá la más auténtica. Nada puede compararse a lo que se siente cuando, en algunos momentos, el sufrimiento se retira. Y, además, una ya está preparada para percibir el bienestar.
Al principio mi alegría se enturbiaba con la idea de que el dolor iba a reaparecer, que de cualquier modo esos instantes de goce no eran más que instantes, pero después llegué a comprender esos momentos y a disfrutarlos de tal modo que ninguna amenaza de recrudecimiento futuro podía ya empañar mi triunfo; el momento, por su intensidad, era eterno.
Aunque momentos eternos por su intensidad hubo muchos que tenían otro signo, muy especialmente un año que estudie en la universidad para ser abogada y me enganche con un profesor que, además, era escritor. 

Yo comencé a trabajar en su estudio jurídico toda la semana laboral, sábados, domingos, primeros de mayo y año nuevo -lo hacía por amor, debido a mi voluntad de sobrevivir entre los muertos- y fue en uno de esos días festivos que la mujer del abogado, cuando ya habían pasado varios meses de mi estadía en esa "cárcel", emergió hostil y llena de rabia de entre las carpetas de expedientes.


Se paró atrás de mí, que estaba en la computadora, como un general en campaña, o una maestra de escuela sulfurosa, dándome órdenes y me dijo que deje de joder con su marido, el abogado, porque la iba a pasarla muy mal sí seguía involucrada en esa historia hostil y enfermiza.

Momentos

Maquiavelo viene volando con los vientos
Los días de este verano, en Argentina, fueron por lo menos curiosos. En diciembre y enero las temperaturas treparon hasta las aves que andaban alto por el cielo, y las derribaron, o, más sencillamente, como solían decir las dulces matronas de antes, “hizo un calor que hacía caer los pájaros”.
En febrero empezó a llover sin parar, aquí en las sierras, y también en casi todo el país. Pero desde mi cuarto aparecían las montañas veladas por las lluvias y la niebla, y lucecitas de los hogares de los montañeses debajo de esos velos; el mundo estaba hecho de harapos de tormentas.
Entonces sobrevenían los rayos y las veloces ráfagas, y me atacaban con recuerdos.
El mundo era un teatro listo para representar toda la historia de la tierra, siglo tras siglo.
Pero los recuerdos no estaban hilvanados como una línea recta. Aparecían personajes de mil años atrás y otros que habían muerto hacia diez, o que todavía vivían, y compartían entre sí una tertulia en mi imaginación.
Se me ocurrió cazar los personajes y objetos de mis recuerdos con una red que no discriminara por época, ni por importancia, sino sólo por esa pequeña cosa misteriosa con que toda persona –héroe, poeta, criminal, ama de casa- nace y sólo olvida al costado de la tumba, que le hará de novísima cuna para su muerte.

Por eso el orden de aparición de los extravagantes –considerar que aquí se busca el matiz excéntrico de hasta formales empleados de ministerios- no cuenta, es mi pluma la que decide según mi “inspiración”, o la que los elige por algo que trajo el día; por ejemplo, el perfume de una mandrágora.