Ya que estamos de recuerdos de lugares extraños, llenos de leyendas y quizá con algún fantasmita corriendo por sus galerías, se me ocurre uno, bien porteño.
Y cómo no iba ocurrírseme si yo viví veinte años enfrente de esa reliquia. El aspecto exterior es el de un gran palacio implantado en el centro –casi llegando al microcentro- de Buenos Aires.
Cuando mi hermana Antonia tenía cinco o seis años, salíamos al balcón, a verlo por la noche, bajo la luna. Allí vivía el novio secreto de Antonia, un príncipe que llegó cabalgando de los cuentos de hadas. Anto sabía señalarme exactamente la ventana del dormitorio del Imaginado; yo le creía. Y sacábamos fotos oscuras por la nocturnidad, dentro de las cuales cualquier sombra podía ser la del príncipe.
Cada persona que llegaba a mi casa era conducida primeramente al balcón, el Palacio era un ambiente más de mi departamento del tercer piso; como si dijéramos, los jardines colgantes de Babilonia.
Todo primero fue así, romántico pero nada tenebroso. Se llamaba, se llama, el Palacio de las Aguas Corrientes; al menos así lo nombraron cuando lo erigieron en 1882, y así lo mencionaba Borges en sus cuentos –ver, por ejemplo, “El Congreso”.
Pero después el romanticismo del edificio tomó un matiz sangriento.
Como yo ya lo tengo relatado hace mucho, en una especie de cuento o de novela que tal vez ya les comuniqué pero que vale para el caso, transcribo el inicio de esas calamidades… Creo que esa especie de novela empieza en el año 2001.