El aire la vela, vela. El aire la está velando

El aire la vela, vela. El aire la está velando
Parecen dormidas en el pajonal... pero no lo están.

12 mar 2011

Eso es algo de lo que no quiero hablar






Considerando que “las cosas particulares son teofanías, o sea apariciones de Dios”, con Natalia, una amiga que se suicidó, jugábamos a enumerarlas vez por vez, día por día.

Y el sol brillaba más, o la lluvia era más brillante cuando Natalia estaba viva.

Ella decía que sabía fumar de manera que el dueño del bar no la registrara; que sabía gozar y
sufrir impidiendo que Buda, al que ninguno de los dos verbos le gustaba, la vigile.

Ella decía un poco antes de suicidarse que era hindú, budista, musulmana,
cristiana, etc... pero que trataba de que nada de lo que se consideraba transgresión en esas religiones la perturbara; decía que haría todo lo posible por perdurar aunque los místicos cristianos abominaran la permanencia -sí, lo decía con estas palabras-, ya que en otra vida no estaría y necesitaba aprender ahora mismo -¡tantas religiones tenía Natalia, para ninguna verdadera fe!

Ahora no puedo hacer otra cosa -después de seis o siete años, ni siquiera lo sé con exactitud que quedarme tranquila con su ausencia. Pero le pedí por todos los medios que no se ausentara, ya que se llevaba a la muerte un tesoro que compartían todos los que la conocían, y justo a la muerte, que suele ser tan desagradecida.

El acto brutal de Natalia fue como una enorme puesta en escena, fue el día del estreno con la mejor producción del mundo, con el más triste de los velorios y el más grande y extenso de los llantos sinceros: cientos de amigos rodeaban a esa muñeca que se había convertido en cartón.
Ahora no recuerdo que se la recuerde; ya no se habla de ella, ya no es “esa inteligencia, esa belleza, esa alegría que contagia, esa promesa de gran actriz”.











No puedo dormir, y las horas danzan, y apoyo las manos en las horas que danzan como si me fuera a caer, como si tuviera temor de no volver si me durmiera, o estuviera recostada en mi caja de muerta por un tiempo -sé que muchos comparten conmigo estas horas en blanco, por eso las describo.

Sí, la noche es un muro blanco más que negro y el mundo rueda, gira por los rostros amados y desamados de los recuerdos; aparece uno a uno cada amor.

Allá viene el caballero andante de mi pena, lo saludo, lo miro fijamente, y comprendo que no es un caballero, que lleva su cara de dama antigua, sus partos y sus collares y sus humos que antes fueron brasas; hay siluetas grabadas en el muro, son siluetas de manos y de pasos oscuro. Esos pasos no me dejan dormir, son ellos mismos los que me impiden bajar serenamente la cabeza hasta las raíces y respirar el perfume de la tierra, o levantar al viento mi alma. Estoy velando cada hora, cada minuto velo la forma de mi cuerpo, su caída hasta el fondo.

Decido no intentar dormir, y dejarme pensar sin censurarme.

Pero si pienso, en mis pensamientos está todo oscuro, de ese caos dificultosamente extraigo una palabra que no es, y que me obliga a tender la red de nuevo, y un relámpago demasiado pasajero alumbra por un instante, lo que me
da fuerzas para velar, espiar, renovar la esperanza de hallar un modo de encontrar lo que busco y por fin hallar alguna cosa parecida a una verdad: que la hermosura sólo más allá de la vida parecería poder, tener poder. Que las palabras desesperan cuando creo haber tocado la carne del misterio.

Me levanto, tengo miedo de seguir recostada en mi caja de muerta, probando quién sabe qué -tal vez una droga del infierno que se metaboliza en el alma-, me levanto y busco mis cuadernos de escribir cualquier cosa.



Hojeándolos escucho mis propios gritos, pero también descubro que algunas escrituras corrigen los desbordes del alma; que escribo y escribo hasta que llega el momento en que los pensamientos se borran y alguien escribe por mí, corrigiéndome.






























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