Lo bueno de un soneto es que se acaba de escribir en un punto, nunca sé cuándo termino de decir mis cosas, cuánto navego con la barca del otro, hacía qué puerto, con qué vientos en sentidos contrarios encontrarme y hundirme o proseguir, o ir declinando con pausas y gemidos.
Pero de pronto en esa nave se me cruza la sombra del amor. No, no es nada más que eso, pero es grave.
La sombra de los amores diurnos de la juventud no es nada; lo que es grave es la sombra del amor muy maduro.
Cuerpos desnudos
¿Cuerpos desnudos de sesenta años?
Claro que sí: un fósforo revela la belleza que sólo puede tener la ternura, aunque los dos amantes nos convertimos en espías, uno del otro.
Y con extremidades algo fláccidas realizamos algunos de los gestos del amor: nos mecemos, nos retenemos, nos expulsamos de nosotros mismos. Y hasta damos a luz cada astro aunque enseguida lo exhalemos.
La caída es interminable en un pantano de flores y murciélagos, pero despertaremos con flores en los cabellos si la caída no es fatal.
Tenemos los huesos rotos de tanto amarnos, no rotos por violencia sino por fragilidad. Porque jugamos a hacer polvo los monumentos y mandatos, y hasta a hacer polvo el polvo, la muerte no nos sonríe; nos odia.
Vamos atados de los pies, enamorados locamente del instante que habita entre el tiempo y el cielo. No recordamos que haya existido nada antes; sabemos que no habrá algo distinto después.
Apenas me levanto tengo que limpiar el espejo con lo que me queda de aliento y borrar rostros sucesivos, para que sólo, por el momento, aparezca mi cara, mi fantasma.
Y lo primero que veo son ojos de ópalo que debo descifrar de mí misma, como la anciana bruja exploraba la bola de cristal. Por allí pasa un arroyo delicado y nada una sombra, se forman pájaros sobre las aguas, aletean y hay un astro negro de muchas puntas que conduce los silencios y las palabras de mi mirada.
Debajo de los ojos veo una tela tejida con un hilo de seda desprolijo, tal vez escurridizo, y marcas que la hilandera de las horas dejó cuando trabajaba con el amor y con la pena como si fuera una orfebrería angelical, para que los ángeles luzcan joyas resplandeciente en qué sabe qué cielos. También hay filamentos cruzados del infierno y el cielo, y algún espía del purgatorio.
Pero más abajo en esta cara, en la boca de finos labios que estuvieron llenos de carne y luz, se cumple de verdad mi destino de ser y envejecer.
Sé que estos labios que cuelgan son la cuna del viento del último exhalar, que exhalaré este aliento precioso para ella, la muerte, en un parto final que me hará nacer en dirección a las estrellas.
Finalmente, para terminar las ceremonias de la mañana, limpio el espejo para que vuelvan a poblarlo sus antiguos huéspedes. Como mis manos están un poco temblorosas, temo dejarlo caer, pero de todos modos me digo que si eso ocurriera, estas almas que lustro y que protejo me absolverían.
Envío
Mando a mis exquisitos compañeros -escritores, colaboradores, amigos, hacedores del Diccionario Demente con verdadero ímpetu y sutileza, o quizá del Gran Diccionario de Mente- la lista de algunos elementos fundamentales para hacer un conjuro de magia, o, sencillamente, una brujería:
“42 nueces del Congo y perlas de vidrio coloreadas.
“Una quimera -vaciado de una figura de Catedral famosa.
“Un conjunto de piedras dispuesto en forma de tumba prehistórica, cráneo de ave hecho con huesos humanos, velas negras, máscara de demonio de madera o cartón marrón.
“Un huevo de caracola y una pluma de gallina verde dentro una taza de cerámica blanca con dibujos de hogueras.
“Una cabeza reducida, de hombre, niño o mujer.
“Estandartes tejidos con el escudo de armas del Diablo.”
Con eso basta para cualquier hechizo.
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