(del diario de una adolescente de hace 40 años)
1970
Sé que soy un prodigio. Yo pronuncio terribles blasfemias o las peores malas palabras y tienen un valor. Yo digo la palabra azucena y tiene otro. Si mezclo las palabras tienen otro valor, ninguna es despreciable.
Yo puedo ir más allá. Sé que soy un prodigio, dije, y no dije de qué: de obscenidad. Nadie sabe que en su oscuro cuartito se ocultan los tesoros, las joyas, los rubíes, las perlas.
Un rubí era cuando yo me tocaba, sola en mi cuarto. Si no estaba sola era mucho mejor, era un diamante. Un muchacho me hundía, me atravesaba con su miembro. Y digo miembro pero conozco todas las palabras obscenas en todos los idiomas obscenos, y es por eso, ¿por eso?, que yo estoy encerrada.
Estoy pupila, pero más que pupila. Estricta vigilancia.
Una monja pasa y me mira mientras voy escribiendo.
Me vigila.
Sabe a qué puedo llegar -yo no lo sé muy bien.
La monja tiene miedo de que yo sea demasiado inteligente, me mira como si fuera una estrella negra, en realidad me admira. No me puede dejar de mirar.
Esto va más allá de “estricta vigilancia”.
Siente curiosidad, quiere mirarme el alma, y mi alma es preciosa.
Es redonda y preciosa, perfecta como un círculo, aunque junte tinieblas, como el ombligo junta mugre. “Juntatinieblas”, ese nombre le puse.
¿De un ramo de flores blancas no caen abismos?, abismos que me gustan, siempre que leo un libro y dice abismos yo dejo el libro y me pongo a pensar en los abismos. Busqué en el diccionario -ya sabía el significado, pero quería la definición exacta- y decía
profundidad muy grande, infierno, cosa inmensa, incomprensible.
Gracias a Dios, fui de escasas posesiones durante toda mi vida.
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